Hablo del amor que conozco.
Ese amor que se siente en cada poro y cada vértebra.
Que entibia la sangre y aprieta la sien.
Ese amor que es el suicidio de la incertidumbre y de la angustia.
El que sacude el polvo de la memoria, y el que, imprudente, arrasa con las caravanas de la pena.
El amor que conozco es una luz fosforecente flotando en la habitación.
Es milagro y pañuelo que seca mi alma húmeda.
Tintero donde recargo la pluma.
Estrofa de mi propio himno.
Ese amor que es el refugio de mi cobardía.
El hilo de la puntada.
La bocanada de aire en medio de la asfixia.
Es un amor al que antes me ofrecía con las palmas hacia arriba, pero al que ahora le doy la espalda.
Un amor al que me niego buscando que me convenza.
Al que le exigo que me exhiba sus garantías en el primer abrazo.
Al que quiero reconocer a la distancia y olfatearlo con el hocico entrenado para detectar impostores.
Conozco el amor que reparte y comparte miserias entre paredes grises.
El que te rasguña con fuerza en el costado.
El que desteje tramas y arruga esperanzas.
El amor que achicharra, duele, descarta.
Y conozco el amor que construye y avanza.
Que levanta puentes y derrumba soledades.
Que desvela y extraña.
Pretendo y reclamo un amor nuevo, envuelto en nylon.
Con olor a pasto recién cortado, a fruta madura, a lluvia.
Un amante que no sea de una sola temporada.
Un compañero para las horas buenas y las bravas.
Un hombre con el corazón en la mano y la honestidad colgándole de la corbata.
Con los pies cansados de andar.
Con la mirada tierna como su abrazo.
Y por esas ganas de amar que laten en alguna parte de mi ser,
y que pujan por salir como un grito acorralado en la garganta, es que invierto mis horas despegando las astillas de desamores y rechazos.
Mientras tiemblo.
Mientras atravieso el dolor de la búsqueda y me desgarro.
Mientras me desarmo, de pié, en el espacio de una baldosa.
Mientras lloro lágrimas azules que me riegan el alma.