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domingo, 10 de marzo de 2013

Intuición



No recuerdo en qué momento comencé a preocuparme por mi propia muerte.
Yo no me decidí a pensarla, fue sólo una intuición natural de mi existencia.

Esta pequeña concesión de vida por la que atravieso no hace más que recordarme su tácito vencimiento.
Saber que algún día voy a morir me exige tanta responsabilidad sobre mis actos, que me abruma.
Es casi una obligación contractual tener la habilidad suficiente como para escurrir las horas y procurar mi felicidad. Tamizar lo insignificante de lo importante, evitar postergar, eliminar definitivamente los asuntos pendientes que siempre quedan en la lista.

Ser consciente de mi muerte no me basta para aceptarla.
Su enigma, su indescifrable existencia, me angustia.
Me apena su poder para alejarme de las personas que amo.
Me inquieta que no exista testimonio del después.
Me preocupa la vulnerabilidad de este cuerpo que llevo como envase.

Vivo en función de saberme muerta algún día.
Una carrera contra el tiempo en cámara lenta.
Una sensación constante de no sentirme libre, como si la libertad estuviera limitada ante la no inmortalidad.
Su inevitable sentencia me perturba.

Soy inquilina de este verano que agoniza y de mis espacios.
De los abrazos que me prestaron, y aún me conceden, los que amo.
De los romances que escribieron parte de mi historia.
De una infancia de bicicleta roja y abuelos sentados bajo la parra, tan lejana...
Del incondicional amor de mi mamá.
De mis letras, testimonio para mi memoria.
Turista de las horas, de los paisajes, de los relojes.

Intuir mi propia muerte es tener la oportunidad de exprimir el tiempo que me regale la vida.
Y es también andar consciente de que algún día seré sólo un recuerdo.