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domingo, 13 de noviembre de 2011

Tutti Frutti de amores



El otro día conocí a alguien que me hizo replantearme las cuestiones del amor.
No porque me hubiera enamorado repentinamente o estuviera perdiendo una porción de lucidez, sino porque esa olvidada sensación de timidez adolescente había reaparecido, casi cuando la creía desterrada.

Últimamente, anduve creyendo en otra clase de amor.
Un amor que no impacta en el primer minuto, ni estremece, ni hace palpitar, pero que puede hacer eco meses más tarde.
Un sentimiento que macera en la cotidianeidad y se nutre de la sana costumbre, la confianza y la complicidad.
Un amor que no es terremoto, ni rayo que nos parte en dos mitades, sino que se desliza en puntas de pie por nuestro costado. No molesta, ni inquieta; hasta que madura. Momento en el que decide caer sobre nuestros pensamientos y abrir de par en par las costuras de nuestra certera soledad.


Y ese otro amor, como el que me sorprendió la tarde del martes.
Un amor que no es amor, sino flechazo.
Desenfadada emoción que nos despabila, que nos distrae y nos conquista.
De repente, cabemos en una sonrisa y unos brazos desconocidos.
La mente se hunde en un mar de ideas en blanco y desautoriza a todo instinto de razón.
Nos inquieta, nos llena de preguntas, nos obliga a querer saber el qué, el cómo y el cuándo de su vida antes de que se cruzara con la nuestra.
Coleccionamos coincidencias que nos acercan y manojos de vergüenza.
Con un hola y un te llamo, tejemos una esperanza de colores que combinan con nuestros zapatos.


¿Y cuál es el válido?
¿Qué amor es el más autorizado a portar la corona del Rey?
¿El que se produce a primera vista  o el que se sobreviene después de cientos de parpadeos?


Todo y nada está dicho sobre el amor.
Nada y todo puede justificar un nuevo intento.