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viernes, 13 de diciembre de 2013

El amor que conozco




Hablo del amor que conozco.
Ese amor que se siente en cada poro y cada vértebra.
Que entibia la sangre y aprieta la sien.


Ese amor que es el suicidio de la incertidumbre y de la angustia.
El que sacude el polvo de la memoria, y el que, imprudente, arrasa con las caravanas de la pena.

El amor que conozco es una luz fosforecente flotando en la habitación.
Es milagro y pañuelo que seca mi alma húmeda.
Tintero donde recargo la pluma.
Estrofa de mi propio himno.

Ese amor que es el refugio de mi cobardía.
El hilo de la puntada.
La  bocanada de aire en medio de la asfixia.

Es un amor al que antes me ofrecía con las palmas hacia arriba, pero al que ahora le doy la espalda.
Un amor al que me niego buscando que me convenza.
Al que le exigo que me exhiba sus garantías en el primer abrazo.
Al que quiero reconocer a la distancia y olfatearlo con el hocico entrenado para detectar impostores.

Conozco el amor que reparte y comparte miserias entre paredes grises.
El que te rasguña con fuerza en el costado.
El que desteje tramas y arruga esperanzas.
El amor que achicharra, duele, descarta.

Y conozco el amor que construye y avanza.
Que levanta puentes y derrumba soledades.
Que desvela y extraña.

Pretendo y reclamo un amor nuevo, envuelto en nylon.
Con olor a pasto recién cortado, a fruta madura, a lluvia.

Un amante que no sea de una sola temporada.
Un compañero para las horas buenas y las bravas.
Un hombre con el corazón en la mano y la honestidad colgándole de la corbata.
Con los pies cansados de andar.
Con la mirada tierna como su abrazo.

Y por esas ganas de amar que laten en alguna parte de mi ser,
y que pujan por salir como un grito acorralado en la garganta, es que invierto mis horas despegando las astillas de desamores y rechazos.


Mientras tiemblo.
Mientras atravieso el dolor de la búsqueda y me desgarro.
Mientras me desarmo, de pié, en el espacio de una baldosa.
Mientras lloro lágrimas azules que me riegan el alma.



 


domingo, 8 de diciembre de 2013

Viceversa





En mi mente habitan las contradicciones.
Son frecuentes las pulseadas entre el querer y el poder, entre blanco y negro, entre la acción y la pasividad.
La voz interior me murmura intenciones que desoigo y acallo casi por instinto.
Me rehuso a abandonar el confort de la inercia para salir corriendo a perseguir riesgos y latentes fracasos.

Esquivo los posibles encuentros transitando atajos diseñados a la medida de mis pies.
Evito el roce, la mirada, la invitación.
Descreo.
Me alimento de evasivas y pretextos.

No sé de qué forma confesarte mis miedos.
No descubro una sutil manera de pedirte que me quieras aunque me haya vuelto torpe en las cuestiones del amor y los halagos.

No sos vos el que puede hacerme mal, sino las voces del pasado que vuelven a abrazarme por las noches, cuando vos dormís y el mundo se apaga.
Esa oscuridad que me espanta con recuerdos miserables de desamor y despedidas.
Los clavos de la indiferencia enterrándose en la sien. El grito y las grietas del alma. El tiempo y el pulso detenidos en el dolor. La vergüenza del desamparo.

No quiero promesas diluídas en café, ni arcoiris de cuatro colores.

Quiero mi soledad de dos plazas y un juego de cubiertos.
La tranquilidad siempre al borde de un estallido.
Mis actos egoístas.
La heladera tan vacía como mis manos.

Quiero un amor inédito y mil noches de sexo en continuado.
La intranquilidad y la angustia de la espera.
Una tarde de a dos. Un semana. Un semestre.
Que me devuelvas el cosquilleo intermitente del tiempo de conquista. La sonrisa constante, el pestañeo intrépido al mirarte.

Quiero un amor con garantia, y una soledad dispuesta a ser abandonada.
Un romance exclusivo.
La bendición de sentirme nuevamente enamorada.

Una soledad.
Un amor.
Querer.
Poder.
Intentar.
Desistir.
Y viceversa.



lunes, 11 de noviembre de 2013

Andar sin andar



Yo esperaba que al cruzar los cuarenta la vida me encontrara en otro lugar.
Un espacio resuelto, varias metas cumplidas y algún corazón anclado.
Pero no.
Me descubro en un lugar incierto, con más miedo que a los veinte y con demasiadas respuestas que no aplican a ninguna de mis preguntas.

Ando sin andar, intentando llegar a ninguna parte.


Habito en mi mundo amurallado que garantiza la ausencia de incertidumbre.
Sin riesgos, sin decepciones ni despedidas.
No espero a nadie, ni nadie me espera.
No destiño rimel, ni peino ansiedades en una esquina cualquiera.
No hago planes de conquista ni tejo estrategias.


Avanzo envuelta en miedo mientras repaso el legado de los amores pasados. Nada que no remita al llanto, a la ausencia, al gris de la soledad que respiro.

Y me descubro cobarde.
Cobarde porque me da miedo volver a enamorarme.
Me niego a atravesar el momento en que se evaporan las promesas y se traiciona la confianza.
Evito el riesgo de algún beso que anestesie la consciencia, de un abrazo que funda dos destinos.
Esquivo las señales, prevengo las lesiones, advierto las mentiras.

Colecciono encuentros estériles, miradas perdidas, palabras vacías.
Almaceno recuerdos de los pequeños intentos que no pudieron ser más que eso, un recuerdo y un intento.

Ahuyento los posibles amores y lo hago con esmero. Despliego miserias, reparto ansiedades y me siento a esperar el desenlace.
Y confirmo entonces que jamás debí intentarlo.


Ando sin andar.
Ando, sin andar.
Ando
sin
andar.

Descorazonada y sin valentía, con la firme convicción de que enamorarse duele más que esta bendita soledad.




domingo, 10 de marzo de 2013

Intuición



No recuerdo en qué momento comencé a preocuparme por mi propia muerte.
Yo no me decidí a pensarla, fue sólo una intuición natural de mi existencia.

Esta pequeña concesión de vida por la que atravieso no hace más que recordarme su tácito vencimiento.
Saber que algún día voy a morir me exige tanta responsabilidad sobre mis actos, que me abruma.
Es casi una obligación contractual tener la habilidad suficiente como para escurrir las horas y procurar mi felicidad. Tamizar lo insignificante de lo importante, evitar postergar, eliminar definitivamente los asuntos pendientes que siempre quedan en la lista.

Ser consciente de mi muerte no me basta para aceptarla.
Su enigma, su indescifrable existencia, me angustia.
Me apena su poder para alejarme de las personas que amo.
Me inquieta que no exista testimonio del después.
Me preocupa la vulnerabilidad de este cuerpo que llevo como envase.

Vivo en función de saberme muerta algún día.
Una carrera contra el tiempo en cámara lenta.
Una sensación constante de no sentirme libre, como si la libertad estuviera limitada ante la no inmortalidad.
Su inevitable sentencia me perturba.

Soy inquilina de este verano que agoniza y de mis espacios.
De los abrazos que me prestaron, y aún me conceden, los que amo.
De los romances que escribieron parte de mi historia.
De una infancia de bicicleta roja y abuelos sentados bajo la parra, tan lejana...
Del incondicional amor de mi mamá.
De mis letras, testimonio para mi memoria.
Turista de las horas, de los paisajes, de los relojes.

Intuir mi propia muerte es tener la oportunidad de exprimir el tiempo que me regale la vida.
Y es también andar consciente de que algún día seré sólo un recuerdo.