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lunes, 11 de junio de 2012

Bajo sospecha



Los celos.
Ese ingrediente caprichoso del amor que suele colarse por la puerta de servicio sin aviso ni modales y que, sin ser bienvenido, se pasea por el living con las suelas de los zapatos embarrados, y un equipaje cargado de dudas.

Celos que se apropian de nuestra cordura y nos transforman en paranoicos habitantes de un lugar inhóspito.
Celos que convierten nuestros hábitos en procedimientos, y nuestras mejores ideas en conspiratorias teorías.

La mera sospecha de que la persona amada podría sernos infiel es la chispa que enciende en nuestro interior la mecha de la conjetura. Conjetura que, con el pasar del tiempo, puede llegar a devorarnos de un solo bocado.
Lo que a simple vista pareciera ser una simple búsqueda de comprobaciones que desechen la fantasía de la infidelidad, puede devenir en una nueva y arriesgada constumbre que implique actitudes impensadas como revisar el teléfono celular, intentar combinaciones probables de claves de acceso a redes sociales o correo eléctrónico, dar vuelta bolsillos, olfatear prendas y revolver cajones.

Lejos de ser un aditivo interesante, los celos se convierten en un condimento nocivo que termina por corroer y desgastar la relación.
Una parte de nosotros mismos también se deteriora. Se herrumbra nuestra naturalidad, se consume nuestra confianza, y hasta se vulnera en parte nuestra dignidad.
Presos de los celos, perdemos el eje y nos concentramos en nuestra misión de detectives sin bigote ni pipa, convencidos de que el sospechoso podrá ser declarado culpable de un momento a otro.

La imaginación nos redacta argumentos suficientes como para tejer conjeturas hasta el hartazgo, pero no nos regala ni un mínimo pensamiento racional que nos haga abandonar el juego de las adivinanzas.
Y así, sumergidos en un torbellino de ansiedades, hipótesis y pesquisas, presenciamos el ocaso del amor sin darnos cuenta siquiera.



Los celos.
Pequeños monstruos que crecen en los rincones olvidados del amor propio.