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lunes, 8 de octubre de 2012

Dejar ir



Cumplir años me obliga a repasar lo vivido.
Es un pacto tácito que tenemos, la vida y yo.

En ese recuento, exprimo la memoria y reviso los detalles de mi historia.
Me hago preguntas con la esperanza de hallar muchas más respuestas, y confirmo que hay cuestiones que aún siguen siendo un espacio blanco. Una hendidura. Una grieta en mi espíritu nómade que intento reparar a menudo y que es casi un mala costumbre.

Me tomó treinta y nueve años llegar a este punto. Un punto que no se parece en nada a lo que soñé y que, sin embargo, no me disgusta. En el medio se marchitaron ideales y verdades que creí absolutas. Cajoneé cartas de amor vencidas y  fotografias desteñidas. Me mudé de casa y de relaciones, más veces que las previstas. Me senté en bares a esperar la llegada de posibles maridos y casi siempre me fui antes del primer café.

Tuve amores que prefiero olvidar y otros que me gustaría no olvidar jamás.

A muchos los dejé ir y los vi perderse en el recuerdo como un globo, hasta convertirse en un pequeño e imperceptible punto.

Algunas veces los extraño.
O al menos añoro esa imagen que uno va forjando con el tiempo, en la que resaltan las virtudes y se opacan las miserias.

Dejé ir amores, oportunidades, afectos, propuestas, sin saber que en ese momento en que mis pasos tomaban un rumbo opuesto, estaba eligiendo llegar hasta acá, con las manos medio vacías o medio llenas y un manojo de dudas en el bolsillo.
 

Amores que pasaron de largo sin darme cuenta, que me hicieron un guiño en alguna esquina mientras un rayo de sol me nublaba la vista, que me tocaron el hombro mientras andaba distraída.
Que quisieron ser y no fueron.
Que quedaron detenidos en el intento, en ese espacio tibio entre la duda y el movimiento.
Amores sin contorno, sin colores ni sonidos.

Dejé ir.
También dejaron que me fuera.
Y de esa inapelable ecuación nació el resultado de mi soledad actual.
Una soledad que no pesa y sin embargo molesta.
Una soledad que narra miedos.
Miedo a que el desgano me vuelva impuntual frente a la oportunidades o de haber perdido la capacidad de interpretar sus señales.
Miedo a una soledad que me vuelva indiferente.

Miedo a tener ganas de abrazar y que no haya nadie alrededor.






lunes, 11 de junio de 2012

Bajo sospecha



Los celos.
Ese ingrediente caprichoso del amor que suele colarse por la puerta de servicio sin aviso ni modales y que, sin ser bienvenido, se pasea por el living con las suelas de los zapatos embarrados, y un equipaje cargado de dudas.

Celos que se apropian de nuestra cordura y nos transforman en paranoicos habitantes de un lugar inhóspito.
Celos que convierten nuestros hábitos en procedimientos, y nuestras mejores ideas en conspiratorias teorías.

La mera sospecha de que la persona amada podría sernos infiel es la chispa que enciende en nuestro interior la mecha de la conjetura. Conjetura que, con el pasar del tiempo, puede llegar a devorarnos de un solo bocado.
Lo que a simple vista pareciera ser una simple búsqueda de comprobaciones que desechen la fantasía de la infidelidad, puede devenir en una nueva y arriesgada constumbre que implique actitudes impensadas como revisar el teléfono celular, intentar combinaciones probables de claves de acceso a redes sociales o correo eléctrónico, dar vuelta bolsillos, olfatear prendas y revolver cajones.

Lejos de ser un aditivo interesante, los celos se convierten en un condimento nocivo que termina por corroer y desgastar la relación.
Una parte de nosotros mismos también se deteriora. Se herrumbra nuestra naturalidad, se consume nuestra confianza, y hasta se vulnera en parte nuestra dignidad.
Presos de los celos, perdemos el eje y nos concentramos en nuestra misión de detectives sin bigote ni pipa, convencidos de que el sospechoso podrá ser declarado culpable de un momento a otro.

La imaginación nos redacta argumentos suficientes como para tejer conjeturas hasta el hartazgo, pero no nos regala ni un mínimo pensamiento racional que nos haga abandonar el juego de las adivinanzas.
Y así, sumergidos en un torbellino de ansiedades, hipótesis y pesquisas, presenciamos el ocaso del amor sin darnos cuenta siquiera.



Los celos.
Pequeños monstruos que crecen en los rincones olvidados del amor propio.





martes, 22 de mayo de 2012

Cuando hablan las mujeres






Las mujeres atravesamos varias etapas de metamorfosis.

Todas nos modifican, nos reinventan, extienden el límite de nuestras expectativas o ajustan nuestra escala de certezas.

Cada fase representa una nueva pregunta y una nueva búsqueda. Nos cuestionamos distintas cosas a los veinte que a los treinta, a los cuarenta que a los cincuenta, pero siempre existe un interrogante: ¿Qué quiero ahora?


Esa duda se instala y germina en nuestro interior. Palpita, late. Hasta que cobra entidad y nos sacude una mañana cualquiera, frente a la taza de café con leche.


Llegamos a entender, a fuerza de ensayo y error, cuál es el motor de nuestras vidas.


Hoy queremos un viaje a la India, montadas en elefante, luciendo un turbante multicolor.
Mañana, retomar el curso de legislación aduanera y las clases de danza árabe.
Una noche soñamos con amanecer abrazadas a un extraño que nos mienta a consciencia, sin que nos importe y, al día siguiente, deseamos que en el living haya un hombre de verdad esperándonos con el desayuno.

Mujeres, siempre al borde de nuestra propia frontera y en un constante proceso de mudanza interior.

Autosuficientes. Apasionadas.
Rebuscadas, y al rato simples.
Despojadas y con ganas de aventura.
Divas de almanaque, amas de casa de guantes de látex y plumero.
Revolucionadas y revolucionarias.

Mujeres fuertes, que no piden permiso para correr detrás de sus convicciones.


Rexona Clinical lanza hoy la campaña "Expresate", una divertida forma de unir virtualmente nuestras voces a través de su sitio web :  http://goo.gl/5qBXH


O vía Twitter : #pensamientos fuertes

En ese espacio, las mujeres que preferimos hablar en lugar de callar, podemos expresar todo aquello que nos motiva , nos impulsa y nos diferencia.
Un rincón al que podemos ingresar descalzas o de espléndidos tacos altos.

Nos encontramos allá ;)




domingo, 20 de mayo de 2012

Reverso



Mi soltería nació de la "mala suerte", categoría que agrupa a los intentos fallidos, los amores exánimes y los desencuentros.
En su origen, la consideré un estado pasajero, un impás, un puente entre mi peor ayer y mi mejor mañana.

La soltería me convidó un banquete de traicionera dicha, de manteles ceñidos y lustrosos cubiertos.
Me regaló tiempo. Un tiempo que fue mío, todo mío, y al que le dí cuerda a mi antojo.
Me dió la oportunidad de limpiar de mi mente esos nombres que solían aparecer como visiones, sobre todo por las noches, a esa hora en que duermen los cuerpos y estrena dudas el alma.

Redescubrí mi espacio, lleno de renglones vacíos de los que podía colgarme sin que nadie me obligara a bajar, y con una cama inmensa en la que nadie volvía a roncar.
Volví a respirar libertad en cada rincón, en cada movimiento. En la desnudez, en la carencia de expectativas, en los silencios.
Y me creí felíz. Insólitamente afortunada con la idea de ser independiente en el sentido más amplio de la palabra.


Pero.

A veces, sólo a veces, extraño los privilegios del amor.
El mundo deteniéndose. La sangre jugando al billar con los latidos. La fascinación absoluta ante el parpadeo de sus ojos. La poesía revelándose en cualquier esquina como un secreto exclusivo para los enamorados.
La pequeña muerte del abrazo. El primero beso y todos sus discípulos.
La sensación de amar desde el talón hasta los huesos.
La pequeña angustia de una diminuta ausencia.
Los reencuentros.
El hallazgo.
El coqueteo, la conquista, el desvelo.


El reverso de mi soltería es una soledad mal maquillada, indecisa entre salir por los bares o tirarse otro rato a dormir.
Una soledad que por momentos aturde, aburre, incomoda.
Que mastica el vacío y confiesa verdades que prefiero desoír.
Verdades como que el reverso de mi soledad es en realidad un re-verso que habla de esas ganas locas de andar con los pies en el aire, atravesando paisajes, hasta estrellarme en vos.

Y enamorarme.




domingo, 29 de abril de 2012

Ojos que no ven






En tres oportunidades me fueron infiel o, al menos, esas fueron las veces que pude confirmar el engaño.
Basándome en mi propia historia, podría decir entonces que la infidelidad es circunstancial. Que la traición no es traición hasta que no se descubre.


La infidelidad se puede sospechar, pero las suposiciones no son suficiente argumento como para condenar al infiel si se carece de pruebas. El infiel goza del "beneficio de la duda", aunque parezca injusto (y lo sea).
En algunos casos, convivir con la duda puede ser un escenario amable, de negación asumida y falsa armonía. En otros, puede resultar un pequeño infierno lleno de conjeturas, pesquisas y Rivotril.


Descubrirse traicionado se percibe como un acto de vandalismo. Un quiebre absoluto, el momento que divide nuestra historia de pareja en un antes, pero sin después.
Una muchedumbre de preguntas agolpadas en la garganta, que jamás obtendrán la respuesta que nos gustaría oír.
La incertidumbre y la angustia, atadas a un rosario sin cuentas que no nos permite volver a creer en la santísima trinidad de la confianza, el respeto y el amor.


Y la encrucijada.
El dilema entre el perdón y el castigo.
El primero, con la tácita posibilidad de que resulte un acto egoísta, basado en la propia falta de capacidad para sobrellevar un distanciamiento digno y la posterior soledad; o el argumento que justifique con liviandad que una debilidad del cuerpo no es lo mismo que una traición desde el alma. 
O la opción del castigo, arrastrándonos a la condena de un olvido forzado, cargando un manojo de dudas.




Ojos que no ven, corazón que no siente, parece ser una benévola posibilidad para evitar la estocada.
El ciego difícilmente se cuestione el azul del mar o cuán oscura sea la noche. Quien elija vivir en la ceguera, tampoco tendrá que atravesar por el largo camino de la decepción, los reproches y el recuento de los días perdidos en una relación sin futuro.




Descubrir una infidelidad es casi una pequeña muerte donde se estrellan los colores, desaparecen las esquinas y agoniza la presunta felicidad.
Es la pena envuelta sobre los hombros.
El barro en la suela del zapato.
La basura amontonada debajo de la alfombra.
El par de comillas encerrando al amor en una frase sin contexto, y la excusa impuesta que obligue a empezar otra vez.

sábado, 7 de abril de 2012

Las pérdidas



El martes pasado, un "motochorro" me robó la computadora que uso para trabajar.
No importa cómo fue, ni si escapó por la calle lateral o la avenida, (detalles que sólo fueron relevantes para el agente que tomó mi denuncia). Lo que importa es la sensación de impotencia que me dejó.
Alguien, de un momento a otro, me había privado de algo que me pertenecía y que era importante para mí.
Y no era la primera vez...

Las pérdidas fueron la bisagra de mi vida.
Hubo afectos que partieron involuntariamente al cielo y amores que, voluntariamente, se ausentaron sin aviso.
Todos ellos me ocultaron del sol por un buen rato. Me impusieron una sentencia inapelable que debí aceptar masticando preguntas que nunca obtuvieron respuesta.

Las pérdidas son la canilla que siempre gotea.
El fastidioso repiqueteo de esa gota que cae ininterrumpidamente sobre cualquier intento de recuperarme.
Un zarpazo a la voluntad. Un apagón sorpresivo que me recuerda mi incapacidad para encontrar con rapidez la salida.


Cada pérdida de mi vida fue una experiencia traumática.
Un abandono, intencional o no, que me sometía a la ardua tarea de rearmarme y que, a su vez, permanecía merodeando mi existencia como un fantasma. Cada nuevo encuentro encerraba la posibilidad de que ese fantasma acechara en cualquier momento. La felicidad, volátil y escurridiza, podía desaparecer en un descuido, en un sutil parpadeo.
No había, ni hay, garantías, y reconozco que me cuesta vivir sin ellas.

Las consecuencias están a la vista: una mujer atrincherada, llena de miedos.
Temor a que el amor no sea suficiente y que el delgado hilo que enlaza a dos personas se deshaga.
Miedo a la hemorragia de las despedidas.
Terror a que las ausencias se acuesten en mi cama.

A veces pienso que soy un cuerpo que aloja un alma llena de hendijas.
Pequeñas aberturas que fueron calando quienes se fueron de mi vida.
Fisuras por las que se escurren mis certezas. Hendiduras por las que lloro y, a su vez, respiro.
Ventanitas por las que asomo la cabeza al mundo, o suelto letras en forma de renglón.
Un alma llena de ojales y ojalás.







domingo, 25 de marzo de 2012

Turista


El itinerario de amores de mi vida fue variado.
Allá por la temprana adolescencia, perdí la cabeza por varios actores de póster y algún que otro vecino del barrio que no tenía registro de mi pequeña existencia.

Después llegó la edad en que el amor palpitaba sin respiro y las horas se llenaban con el nombre de un extraño garabateado en cada rincón libre del cuaderno.
De una mirada que cruzábamos, o de un roce fortuito, germinaba en mi mente una historia de amor infinito.
De allí surgieron los primeros romances, el debut del beso.
La sangre alborotada, las manos temblorosas, las mejillas denunciantes.
Amores en que lo poco era suficiente: un llamado, un baile lento, un encuentro casual a la salida del colegio. Media tarde. Media golosina. Media poesía.
No sabía de reproches. No advertía el significado del desamor.

Crecí.
Reemplacé galanes de películas por novios de documental, y comencé a coleccionar historias de amores y decepciones reales.
Conviví con futuros padres de mis hijos.
Casi me casé.
Casi me deshidraté cuando el amor se terminó.
Ensayé la capacidad de recuperarme, de rearmarme y seguir.
Hice uso de las segundas oportunidades, me abracé a los nuevos intentos y, finalmente, mi pasado repleto de amores zigzagueó por esa curva del destino que convierte presencias en arrogante soledad y hasta ahí me llevó.

Los romances dejaron de ser una materia simple para convertirse en un tema complejo que se adueñaba de las sesiones de terapia y de los textos que yo misma escribía.
Hasta hoy.

Hoy que entiendo menos que antes, y que ni me rindo ni me sublevo.
Hoy que temo ser transigente y que los años me conviertan en una mujer que se conforme con una vulgar imitación del hombre de mi vida.

No quiero que me conquiste el hastío, ni que me gane la melancolía de las horas quietas.
Prefiero la dignidad de una soledad totalmente mía, antes que una lastimosa compañía.


En el largo camino del amor, fui siempre un turista a la espera de la mejor puesta de sol.
Y en el peor de los casos, "siempre nos me quedará Paris"


domingo, 12 de febrero de 2012

Viejos amores



Ayer abrí la inmensa caja que duerme en el fondo del placard.
Buscaba algo concreto y necesario, y me encontré revisando lo inoportuno.
Fotografías del pasado metódicamente separadas por año o por relación.

Una nostalgia inusual me llenó los pulmones.
Estaban todos ahí, mirándome a los ojos desde algún rincón del olvido, los viejos amores.

Cada foto era una escena recortada de mi vida. De esa vida de costumbres fabricadas de a dos, de silencios sin eco y cartas con destinatario, que en nada se parece a la de ahora.
Amores que supieron colgarme un rato de la luna, donarme promesas, abrazarme y respirarme.
Y amores que se perpetuaron en un intento, hasta desbordarse de mis manos y escurrirse en un adiós.

Entrelazados, apretados uno contra otro, formaban una secuencia azarosa de romances que invadía mi soledad con un pasaje al recuerdo.
En esa caja, y en alguna solapa de mi memoria, procuraban sobrevivir al destierro del olvido absoluto, obligándome a pensarlos.

Confieso que no fue fácil recordar algunos nombres. Los amores de relleno y al paso, los idilios de verano, los que duraron menos que la lluvia, los que no resistieron la distancia. Breves, huidizos, intrépidos amoríos de noches sin días.

Y los otros.
Los amores de varios almanaques. Los que todavía duele recordar.
Los que a pesar de las lágrimas no se oxidaron.
Los que siguen alquilando la habitación de servicio de mi vida.
Aquellos que dejaron una estría en el alma y una piedra en la garganta.

Viejos y grandes amores que con su adiós dejaron mi mundo en terapia intensiva. Devastaron los rincones felices, atentaron contra las canciones de amor y la poesía, recortaron del mapa las calles que nos vieron andar de la mano.
Amores que me arrancaron el afecto de los amigos compartidos, de los sobrinos, suegros y cuñados provisorios, multiplicando la tristeza.
Antiguos noviazgos de convivencia y mutua compañía. De corazones en el margen de las notas, baño de espuma y recetas de cocina para dos.

A la distancia, a esa distancia que no se mide en kilómetros sino en años vencidos, descubro que algunos de esos amores dejaron fisuras sin rellenar. Pequeños espacios vacíos, rincones abandonados que quedaron a merced de la vida, del futuro y del después.
Relaciones que no fueron capaces de morir en el punto final y que agonizan desde entonces en un lugar apartado de lo cotidiano. Personas a las que siempre me negué a dejar ir del todo, a las que me gustaría espiar por una cerradura imaginaria para poder contarles los lunares y las penas.
Nombres que resaltan en negrita en la historia de mi vida y surcan las hojas del pasado con la misma insolencia con la que prometieron la eternidad del amor.

Viejos amores que exilian una parte de lo que fuimos y nos modifican desde adentro hacia afuera.
Amores que ofician de antesala de lo nuevo, de lo que siempre está por llegar.
Y que aún no llega.








miércoles, 25 de enero de 2012

Piedra, papel o tijera.




Suerte que te vi.
Que tu parpadeo me agarrara desprevenida y tu presencia me recorriera la espalda.
Suerte que te acercaras y me hicieras temblar las rodillas y las dudas, que preguntaras mi nombre y no lo olvidaras.
Suerte que del cielo colgaba una luna redonda y plateada.

Me despabilé.
Me despabilaste.
Después de largos meses de andar con el alma anestesiada y las expectativas secándose al sol, volví a recuperar las ganas de creer.
Ya no me provoca pereza el intento de despejar la soledad, ni el de sacudir la nostalgia con las dos manos.


Ya no hay más juego de la escondida, ni tiempo para deshojar margaritas en el espacio que ocupa una baldosa.
Es la hora de ensayar el piedra, papel o tijera, y el desafío de intentar conquistarte desconociendo tu próximo movimiento. La intriga de la espera. El arte de conservar tu recuerdo intacto, intentando que no se evapore hasta que te vuelva a ver.

Piedra, papel o tijera con las horas de ansiedad e incertidumbre, con la sensación de sentir nuevamente la cobardía del principiante.
Con la torpeza adolescente que me hace hilvanar frases para regalarte cuando te encuentre y que, seguramente, se convertirán en una improvisación del momento y un balbuceo de mejillas sonrojadas.

Piedra, papel o tijera conmigo, y con la noticia de sentirme enamorada a primera y a última vista.

Es probable que exagere en intensidades y disminuya en la perspectiva, pero lo cierto es que hoy me animo a atravesar el horizonte en pantuflas y sin maquillaje.
Me arriesgo a desenfundar la espada y a dar batalla hasta obtener un resultado concreto y real, a pesar de las heridas que pueda causarme el filo de una indiferencia insospechada.
Me decido a amanecer con arrebato, a sonreirle a todos los espejos, a doblar las servilletas en forma de barquito. A contar mariposas en lugar de ovejas, a crear castillos de arena sin arena.

Me propongo enamorarte.





(Suerte que te vi)