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lunes, 11 de noviembre de 2013

Andar sin andar



Yo esperaba que al cruzar los cuarenta la vida me encontrara en otro lugar.
Un espacio resuelto, varias metas cumplidas y algún corazón anclado.
Pero no.
Me descubro en un lugar incierto, con más miedo que a los veinte y con demasiadas respuestas que no aplican a ninguna de mis preguntas.

Ando sin andar, intentando llegar a ninguna parte.


Habito en mi mundo amurallado que garantiza la ausencia de incertidumbre.
Sin riesgos, sin decepciones ni despedidas.
No espero a nadie, ni nadie me espera.
No destiño rimel, ni peino ansiedades en una esquina cualquiera.
No hago planes de conquista ni tejo estrategias.


Avanzo envuelta en miedo mientras repaso el legado de los amores pasados. Nada que no remita al llanto, a la ausencia, al gris de la soledad que respiro.

Y me descubro cobarde.
Cobarde porque me da miedo volver a enamorarme.
Me niego a atravesar el momento en que se evaporan las promesas y se traiciona la confianza.
Evito el riesgo de algún beso que anestesie la consciencia, de un abrazo que funda dos destinos.
Esquivo las señales, prevengo las lesiones, advierto las mentiras.

Colecciono encuentros estériles, miradas perdidas, palabras vacías.
Almaceno recuerdos de los pequeños intentos que no pudieron ser más que eso, un recuerdo y un intento.

Ahuyento los posibles amores y lo hago con esmero. Despliego miserias, reparto ansiedades y me siento a esperar el desenlace.
Y confirmo entonces que jamás debí intentarlo.


Ando sin andar.
Ando, sin andar.
Ando
sin
andar.

Descorazonada y sin valentía, con la firme convicción de que enamorarse duele más que esta bendita soledad.