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viernes, 25 de septiembre de 2009
36 deseos y un festejo

martes, 22 de septiembre de 2009
Con una flor en el ojal

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Cara de libro

domingo, 13 de septiembre de 2009
F5

lunes, 7 de septiembre de 2009
El loquito del Tiramisú (versión reloaded)

Hace unos seis años, en la época en que frecuentaba algunos portales de encuentros, descubrí lo que parecía ser un pez gordo que asomaba dispuesto a morder el anzuelo. El apodo que él usaba era Kubrick, por lo que sospeché que debía tener un excelente gusto en materia de cine. Su nombre real era Sebastián. Treinta y un años, vivía solo, más allá de una gatita de cuatro meses que había recogido de la calle. Trabajaba en su propia empresa junto a su mamá y su tía. Parecía dulce, hogareño, de hábitos tranquilos y con ganas de enamorarse.
Entusiasmada me detuve para ver su foto. No había. En su lugar, una de su gata, la que era reemplazada de vez en cuando por una de "La naranja mecánica". A modo casi de juego, le pedí que me diera una pista de cómo era físicamente:
- Pelo lacio, castaño, ojos marrones, estatura media - escribió.
- ¿Pero eso no me dice mucho? ¿A quién te pareces? Uno siempre tiene un estilo similar al de alguien conocido – sugerí.
- A Antonio Birabent – respondió.
Si había algún famoso argentino que me pareciera atractivo, ese era Antonio Birabent. Un motivo más para que Sebastián me generara entusiasmo.
Me encantaba escribirme con él. Me contaba anécdotas de su familia, de su infancia y hasta compartía detalles cotidianos, como la descripción de su trabajo o de su departamento. Dos ambientes en color celeste, marcos de puertas y ventanas en violeta, un sillón verde en el living y un inmenso espejo en la pared principal. Un excéntrico o un daltónico –pensé.
Una cosa llevó a la otra y finalmente se animó a pedirme el número de mi celular.
Desde ese momento, los mensajes de texto se hicieron habituales, hasta llegar a saturar la memoria del pobre teléfono. Cuando tuvo el de mi casa, me llamaba por las noches y llegábamos a hablar durante tres horas, mientras yo lo imaginaba sentado en su exótico living, con su parecido a Birabent, tomando una cerveza junto a su gata.
Era un delirio sentir atracción por un desconocido, pero sin embargo eso era lo que él me producía.
Estuvimos hablando por teléfono y enviándonos mensajes de texto durante una semana, hasta que propuso que nos viéramos el domingo.
- ¿Querés traer el postre y yo cocino? – sugirió.
- Yo pensé que nos íbamos a encontrar en algún bar – dije, convencida de que no era buena idea aceptar ir a la casa de un desconocido.
- Con la gente y el ruido de un bar no creo que podamos estar cómodos – dijo intentando convencerme – Cocino algo rico, escuchamos música. ¿Qué te parece?
- Bueno, yo preparo un tiramisú. ¿A qué hora voy? – pregunté.
- A las nueve estaría bien – contestó.
- Buenísimo – dije sin creer que la idea fuera del todo buena.
A la noche, en lugar de salir, me dispuse a preparar el postre para que estuviera bien frío para el día siguiente. Antes de acostarme, y de puro precavida, busqué en la guía de calles la dirección de su casa. Cuando la encontré me di cuenta que quedaba demasiado lejos y que la zona era poco recomendable.
Con esa mezcla de expectativa y duda, me dormí.
Los preparativos comenzaron a las seis de la tarde. Baño de crema, esmalte en uñas de pies y manos, bucles bien modelados, ropa adecuada.
Después de treinta y cinco pesos de taxi y media hora de recorrido, llegué a destino con un imperceptible temblequeo producto de la ansiedad.
- Bajo a abrirte – contestó apenas toqué timbre.
El temblor de mis manos se había incrementado considerablemente poniendo en riesgo la integridad del postre. Vi la luz del ascensor que indicaba su recorrido descendente por los pisos. Tercero, segundo, primero, planta baja.
El tiempo pareció detenerse en el instante previo a que abriera la puerta. Imaginé a Sebastián saliendo del ascensor, nuestras miradas cruzándose a lo lejos y el amor flotando en el aire como en las películas. Finalmente la puerta se abrió y pude ver como el príncipe azul se convertía en el sapo más horrible. Tan espantoso, que no me hubiera atrevido a besarlo ni aunque viniera con la garantía escrita de que el batracio se convertiría en Brad Pitt.
Tenía el pelo oscuro, largo por la cintura, atado en una colita que disimulaba una semana sin ser lavado. Llevaba puesto un jean y una remera azul marino con manchas que, imaginé, serían un recuerdo del tuco del mediodía en familia. Lo único normal eran sus zapatillas negras.
Lo primero que pensé fue quién podía haberle dicho que se parecía a Birabent y la demanda que el actor le hubiera iniciado de llegar a enterarse de semejante burla. Hubiera querido revolear el tiramisú y salir corriendo en sentido contrario al tránsito, sin mirar atrás para no descubrir que me seguía. Pero ahí me quedé, parada sin decir nada, como muerta.
Me dio asco cuando acercó su mejilla para saludarme y me mostró los dientes en una efusiva sonrisa. Intenté disimular mi desagrado lo más que pude, pero era notorio que él percibía mi descontento.
Hubiera podido mentirle, decirle que yo esperaba a una amiga del segundo piso, pero recordé que él había visto varias fotos mías y no me quedó otra alternativa que devolverle el saludo.
Sentí una inmensa desilusión y me compadecí de mi propia ingenuidad por haber creído que alguien podía ser sincero detrás de un monitor. Todos mis castillos de arena habían sido arrastrados por un violento tsunami en menos de diez minutos.
Subimos casi sin hablarnos. Volví a abrir la boca cuando ingresamos a su departamento y descubrí que de vanguardista no tenía ni la ve corta. Las paredes eran grises, con los marcos en un tristísimo marrón. El espejo que cubría la pared principal del living, no era moderno, salvo que la rajadura que lo atravesaba en la mitad se considerara arte contemporáneo. El sillón era de pana verde oscuro y, por algunos sectores, se escapaba parte del relleno. Sentí nauseas. Caminé hacia la cocina para apoyar el postre sobre la mesada, simplemente con la intención de hacer algo que llenara el vacío del silencio.
- Lo guardo en la heladera hasta después de cenar – dijo a mis espaldas.
- No me siento muy bien, no voy a comer – mentí. Lo que en realidad tenía era miedo de que quisiera envenenarme como Yiya Murano.
- Pero estuve cocinando para vos – agregó apenado.
- Bueno, lo guardás en un recipiente para comer mañana.- dije
Entendí que mi comentario no le había resultado agradable cuando dejó de sonreír y vi como tiraba el tiramisú al basura.
- Si no hay cena, no hay postre - dijo con cara de pocos amigos.
- Es que me siento mal. Necesitaría tomar algún remedio para el estómago – dije mordiendo mi labio inferior, simulando malestar.
- ¿Justo ahora te sentís mal? Hubiéramos cambiado de día si estabas así – dijo molesto.
Hizo silencio unos minutos en los que su rostro se fue transformando en cámara lenta. No había rastro de sonrisas ni de amabilidad de anfitrión. Así que decidí alejarme de su presencia y me senté en el living, junto a una mesa de vidrio, tan fea como todo el resto.
-¿No era que no veías la hora de conocerme? Acá estoy, pero ni me mirás - dijo perdiendo la paciencia.
- Es que me siento mal – repetí por tercera vez en la noche.
- Escuchame, nena – dijo enojado, logrando que el “nena” sonara realmente mal- ¿Te creíste que soy tarado?
- No, para nada – murmuré.
-¿Te pensás que no me doy cuenta que sos igual a todas? – subía el tono al llegar a la última palabra.
Cuando dijo esto me detuve a imaginar cuántas otras habrían caído en el cuento de Birabent con departamento extravagante y se habrían ido si cenar.
-¿Sabés qué? – dijo gritando como un loco - ¡Sos una mentirosa! ¡Eso es lo que sos!
- No digas eso, sólo me siento mal – intenté convencerlo.
- ¡Basta de mentirme! – seguía gritando mientras caminaba en dirección a la puerta de entrada, echaba llave y la guardaba en el bolsillo trasero de su pantalón. - Esta no te la vas a llevar de arriba.
Por primera vez en la noche, pasé de sentir rechazo a sentir miedo. La situación comenzaba a escaparse de mis manos y sólo tenía dos opciones posibles. La primera era tratar de convencerlo, a base de mentiras, de que yo no le estaba haciendo una broma y que mi dolor estomacal me impedía disfrutar de su grata compañía. La segunda era pedir auxilio.
Me acordé de pronto que Sebastián era un desconocido, que podía encontrarme frente a un psicópata o un asesino serial. Que tal vez en un descuido de mi parte él podía acercarse con un cuchillo de cocina, seccionarme en partes y convertirme en alimento balanceado para su gata. Sólo con suerte, yo podía llegar a defenderme clavándole un taco en la mancha de tuco.
Recordé las historias de Perry Mason y lo único que se me ocurrió fue colocar mis manos sobre el cristal de la mesa, intentando presionar con fuerza para que mis huellas digitales quedaran impresas. Pensé que en caso de terminar descuartizada o irreconocible, la policía podría determinar mi identidad gracias al método. Así que apoyé mis dedos, uno por uno, como si estuviera realizando el trámite del DNI, mientras él continuaba gritando, cada vez con mayor intensidad.
- ¡Sos una basura! ¡La más porquería de todas!
Afuera todo era silencio. Ni un solo vecino que se animara a tocar timbre motivado por los gritos y los golpes de puño contra las paredes.
-¡Ojalá te mueras, basura! – gritó
Ya no hablaba, ni me movía. Apenas si me animaba a respirar.
Sebastián continuaba golpeando con furia lo que encontraba a su paso, sin dejar de insultarme.
- Pedime un taxi por favor – mi frase sonó rara en medio de la escena.
- ¿Qué te pida un taxi? Vos no te vas a ningún lado, ¿escuchaste? – dijo clavándome la mirada – Esta no te la vas a llevar de arriba.
- No seas tonto, no me siento bien. Pedime un taxi por favor – insistí.
- ¿Además de idiota me viste cara de mayordomo? – preguntó. Podría haberle dicho que le había visto cara de cualquier cosa menos de Birabent, pero preferí callarme y rogar que me pidiera un taxi que me sacara de ahí.
Hablaba solo, gritaba, pateaba los muebles. Iba y venía del sillón hacia la puerta de entrada.
Mezclaba insultos hacia mí con otros tantos hacia la computadora que le había hecho conocerme. Yo rezaba. Supe que mis plegarias habían causado efecto cuando lo vi colocar la llave en la cerradura.
- ¿Querías irte? Tenés la puerta abierta, basura – dijo.
Mis piernas no corrían lo suficientemente rápido como hubiera querido. Sebastián seguía gritando aún en el pasillo, mientras esperábamos que llegara el ascensor. Apenas subimos trabó la puerta con tanta violencia que me obligó a cerrar instintivamente los ojos a la espera de un golpe en la cara que afortunadamente nunca llegó. Ya en la planta baja me hizo señas de que caminara hacia la salida.
- ¡Andate de una vez!
El golpe de la puerta al cerrarse fue lo último que oí antes de pisar la calle apenas iluminada. Huí como un prófugo en plena noche, ansiosa de llegar a una avenida que me permitiera tomar un taxi que me devolviera a la tranquilidad de mi casa, de la que no debí haber salido.
Sentada en el asiento trasero de un viejo Peugeot, lo maldije por los setenta pesos de taxi y el tiramisú que me hubiera servido para pegarme un atracón de esos que curan algunas desilusiones.
Esta historia, en una versión más corta, la había contado al principio del blog. Decidí volver a postearla cuando la semana pasada llegaron dos mails a mi casilla, de dos chicas diferentes, que habían decidido consultarme por este loquito después de haber encontrado mi blog al googlear "Kubrick". A una de ellas recién está intentando conquistarla. A la otra, ya empezó a amenazarla. Así que de algún modo espero que mi relato sirva para que nadie más tenga que pasar por la misma situación que yo y que estén alertas a la hora de conocer a alguien virtualmente. Por más que lo cuente con algo de humor, no es nada gracioso sentirse acosada por un extraño.
¡Buena semana para todos y disculpen mi ausencia por sus blogs! (ya me estoy poniendo al día)