
Ya se está yendo.
Viene en su lugar un reemplazante.
Un novato al que señalan como un candidato prometedor,
capaz de serrucharle el piso a cualquiera.
Llega apurado porque sabe que lo esperamos ansiosos
en el umbral de la puerta, con los bolsillos llenos
de esperanza y la mirada clavada en la ilusión.
No trae garantías ni avales
pero hay algo en él que nos hace creer que es el indicado,
el que irá a cumplir nuestros propios pactos internos,
el que renovará los plazos para esos cambios postergados
y el que nos indultará por los 12 meses transcurridos
sin gloria (pero con pena).
El nuevo tiene el vigor propio de la juventud,
el ímpetu intacto y el deseo sin corromper.
Considera que es capaz de destruir la monotonía de los lunes
e incrementar la alegría de los viernes.
Insinúa que habrá pocos bancos de niebla en un paisaje
principalmente despejado.
Advierte que los logros no serán gratuitos
y que de un mal trago obtendremos el zumo del aprendizaje
y la satisfacción del intento.
Cree que es de suma importancia estar ávidos y atentos,
dispuestos a que un día cualquiera la felicidad
nos quite la venda
y nos mire a los ojos hasta encandilarnos.
Llega,
extiende su mano en un cálido saludo
y nos regala una frase para tatuar en la memoria,
para recordar en las 8760 horas que empiezan a correr
sin pausa desde mañana:
Es sabido que hay que vivir cada día como si fuera el último.
Lo que nos cuesta entender es que alguno de esos días
será realmente el último.
Así que a recibir este 2010 con la sangre alborotada,
el ánimo a ras del cielo
y la profunda promesa con nosotros mismos
de que no dejaremos pasar las oportunidades
que el año nos regale para ser feliz.
Y después, que sea lo que sea.
O lo que deba ser.
¡Feliz año, adorados amigos del espacio virtual y real!