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domingo, 7 de agosto de 2011

Desamor correspondido


Uno no elige de quien enamorarse. Sucede.
Se revela como un hecho consumado.Una sentencia incuestionable que simplemente se acepta, sin tretas ni sobornos posibles.

Enamorarse es un milagro y a la vez un castigo.
Un destierro sin consentimiento.
Una condena atada a nuestro talón de Aquiles que nos obliga a dar pasitos cortos por el confuso camino de la esperanza. Con nuestro amor unilateral anudado como un pañuelo y una ramita de ruda en el zapato, en un peregrinaje hacia ningún lado que no sea a su lado.

Silenciosas plegarias se adueñan del descanso.
Pactos invisibles con el santo romance, promesas que distraen a los presentimientos.
Hechizos para que el corazón no nos sea esquivo.

Aprendemos a subsistir con las miguitas de pan de la ilusión y un manojo de razones sin razón.
Nos llenamos de viento y de estrellas.
De guirnaldas.
De canción de cuna y príncipes sin espadas.
Cascabeles en los pies, corcheas en la palma de la mano.


La necesidad abierta como una herida que no sangra pero reclama.
Un pedido de clemencia y justicia interior: "que alguna vez nos salga bien".
Y cruzar los dedos sobre la espalda para que se cumpla.

Porque si hay algo más difícil que el amor, es el desamor.
El desahuciado retorno de manos vacías y sed en la garganta.
Los eternos puntos suspensivos y la escena final sin rodarse nunca.

El desamor que es verdugo de la expectativa.
Un océano en el que nunca haremos pié.
Una tortura impiadosa que nos descose la piel y nos arrastra a los rincones privados de abrazos.

Un destino en el que no alcanza con tener el alma llena de sutilezas para que se nos convide con una oportunidad en forma de caramelo.
No hay remedio, ni conjuro posible, que pueda convencer a quien no está enamorado.

Pero siempre nos quedan las palabras.
Será por eso que escribo.







jueves, 4 de agosto de 2011

La excepción



Mientras maquillo la incertidumbre que suele atacarme por las mañanas, me demoro analizando esta extraña sensación, mezcla de euforia y nostalgia, que se colgó desde hace un tiempo en mis pestañas.
Tengo pocos recuerdos de percepciones similares.
Tres, diría.
Uno abrazado al primer romance adolescente. Mezcla de idilio, inocencia, y ojos abiertos y predispuestos al encanto de lo inconcluso.
El segundo, un enamoramiento duradero, ubicado en los estantes de la memoria. Lo que debió ser, lo que pudo ser, lo que finalmente fue.

Y este.
Un amor inusualmente racional y confiable que se volvió escandalosamente imprescindible.

El resto, no habrá sido más que una caravana de intentos estancados en alguna curva del camino.
Fotografías de baja resolución decorando alguna etapa de mi vida. Nombres difusos, rasgos diluidos por el paso del tiempo, emociones prescriptas.

Pero este amor que se envuelve en mi madurez, me preocupa.
Me preocupa por impertinente y perdurable.
Por su facilidad para adherirse a la rutina de mis horas.
Por la sutileza con que rellena las pausas de mis pensamientos.
Por la destreza con que se pliega bajo mis párpados y se acomoda en los rincones de mi más resguardada independencia.


Intenté persuadirlo a que me abandone, pero se pasea por las mismas calles que recorro. Me enfrenta en las esquinas de mente en blanco y cigarrillo a medio consumir. Desviste mis soledades y enhebra mis pocas certezas.
Me confunde, me marea.
Me convida, me suplica, y espera que yo reconozca que puedo haberme enamorado.
Contra mi propia voluntad y con el riesgo implícito de asumir que acaso él sea mi nueva y única excepción.