
Muy pocas veces hablé de mi mamá en el blog. Probablemente porque para hablar de ella necesitaría un espacio aparte.
Mamá Blonda es la fusión de la típica madre orquesta y la "mamma" de las viejas películas italianas (fiel a sus orígenes). De esas que saben coser, bordar, cocinar todo casero y lavar la ropa a mano.
Siempre trabajó para que me faltara lo menos posible y, en medio de su jornada laboral, se hacía tiempo para llamarme tres o cuatro veces para saber si había comido, si estaba haciendo la tarea o si necesitaba algo. Desempeñó el rol de madre y padre a la perfección y, como pudo, trató de cubrir todos los baches que la ausencia paterna dejaba en mi camino.
Cuando crecí, conservó su manía. Me demostró que además de ser de azúcar es de fierro. Que puedo llamarla aunque sean las 4 de la mañana por una pena del corazón y que, aún dormida, siempre va a consolarme. Es capaz de recorrer cien farmacias en plena noche para calmarme un dolor o de ayudarme como un peón en mi adicción a las mudanzas.
Ella siempre está disponible para mí. Siempre. No existe un "no puedo" o un "más tarde", como si en el manual de madre con el que ella estudió fuera motivo de aplazo el no dedicarse 100% a su hija.
Claro que tanta protección fue motivo de discordia ( y de terapia). ¿Qué necesidad había de recordarme cada noche que llevara un saquito por si refrescaba o de murmurar un "no vuelvas tarde" aún sabiendo que no iba a respetarlo? Sin dudas eso también estaba escrito en el manual.
El viernes pasado, en plena sensación térmica de treinta y siete grados, Mamá Blonda llegó a su casa después de 8 horas de trabajo y, cuando fue a encender el aire acondicionado, explotó.
Desesperada (porque si hay algo para lo que ella no escatima es para la exageración), me llamó para contarme la tragedia que estaba viviendo. Yo, transpirando en medio de un vagón sin aire del ferrocarril Mitre, traté de calmarla y de darle una solución que, al mismo tiempo que la sugería, se convertía en un problema para mí.
- Venite a casa, ma - le dije, rescatándola del calvario.
Y vino. Hecha una furia, insultando a San Pedro, al fabricante del aire acondicionado y al arquitecto al que no se le ocurrió diseñar que hubiera más ventanas en su casa.
Yo, repasando mentalmente la infinidad de favores que me hizo en su vida y tratando de ser una hija civilizada y cordial, arrastré un colchón hasta el living, le preparé la cama, le serví su bebida favorita y le pregunté si quería comer algo.
- Con tantos nervios ni hambre tengo.
- ¿Nerviosa por qué? Ya estás acá, con el aire acondicionado y en camisón. Dejame que te cocine algo.
- Nah, nah, dejá.
- Te preparo algo igual, livianito, dale.
Después de comer un sandwich de pollo a desgano, le pregunté si quería ver una película.
Como la debilidad por el cine es un bien de familia, accedió sin dudar demasiado.
Así que la dejé viendo una comedia en el living y me fui a dormir a mi cuarto con el ventilador.
A las tres horas, cuando yo estaba plácidamente dormida, entró hecha una loca a mi cuarto. Por la forma en que hablaba me imaginé que una dotación de bomberos estaría trepando por el balcón para rescatarnos del incendio o que estaríamos siendo invadidos por seres de otra galaxia con antenas verdes y todo.
Cuando logré entreabrir un ojo la vi junto a la puerta, vestida y con la cartera colgando de su hombro.
- ¿Qué pasa, te sentís mal? ¿Para que te vestiste? - le pregunté.
- Es que no sabés, me puse a escuchar la radio portátil que traje en la cartera(?) y enganché justo el noticiero que decía que en Temperley ya estaban cayendo piedras.
- Ajá, pero vos no vivís en Temperley, ma.
- No, claro, pero de Temperley a Devoto...¿cuánto puede tardar?
- Ni idea.
- Bueno, por eso, me voy a casa antes de que se largue la tormenta.
- Pero quedate acá.
- No, no, es que dejé el toldo de la terraza un poco bajo y no me quedo tranquila si no lo levanto.
- ...
Y se fue.
Vi desde el balcón como arrancaba el auto en medio de un viento fuerte que empezaba a levantarse. Me quedé contemplando un rato la nada y pensando que a sus recién cumplidos 67 años, con sus mañas, con sus obsesiones y su propensión a lo fatídico, realmente voy a extrañarla el día que no esté.
Madre hay una sola.
La mía vale por tres y ojalá nunca tuviera que faltarme.