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domingo, 29 de abril de 2012

Ojos que no ven






En tres oportunidades me fueron infiel o, al menos, esas fueron las veces que pude confirmar el engaño.
Basándome en mi propia historia, podría decir entonces que la infidelidad es circunstancial. Que la traición no es traición hasta que no se descubre.


La infidelidad se puede sospechar, pero las suposiciones no son suficiente argumento como para condenar al infiel si se carece de pruebas. El infiel goza del "beneficio de la duda", aunque parezca injusto (y lo sea).
En algunos casos, convivir con la duda puede ser un escenario amable, de negación asumida y falsa armonía. En otros, puede resultar un pequeño infierno lleno de conjeturas, pesquisas y Rivotril.


Descubrirse traicionado se percibe como un acto de vandalismo. Un quiebre absoluto, el momento que divide nuestra historia de pareja en un antes, pero sin después.
Una muchedumbre de preguntas agolpadas en la garganta, que jamás obtendrán la respuesta que nos gustaría oír.
La incertidumbre y la angustia, atadas a un rosario sin cuentas que no nos permite volver a creer en la santísima trinidad de la confianza, el respeto y el amor.


Y la encrucijada.
El dilema entre el perdón y el castigo.
El primero, con la tácita posibilidad de que resulte un acto egoísta, basado en la propia falta de capacidad para sobrellevar un distanciamiento digno y la posterior soledad; o el argumento que justifique con liviandad que una debilidad del cuerpo no es lo mismo que una traición desde el alma. 
O la opción del castigo, arrastrándonos a la condena de un olvido forzado, cargando un manojo de dudas.




Ojos que no ven, corazón que no siente, parece ser una benévola posibilidad para evitar la estocada.
El ciego difícilmente se cuestione el azul del mar o cuán oscura sea la noche. Quien elija vivir en la ceguera, tampoco tendrá que atravesar por el largo camino de la decepción, los reproches y el recuento de los días perdidos en una relación sin futuro.




Descubrir una infidelidad es casi una pequeña muerte donde se estrellan los colores, desaparecen las esquinas y agoniza la presunta felicidad.
Es la pena envuelta sobre los hombros.
El barro en la suela del zapato.
La basura amontonada debajo de la alfombra.
El par de comillas encerrando al amor en una frase sin contexto, y la excusa impuesta que obligue a empezar otra vez.

sábado, 7 de abril de 2012

Las pérdidas



El martes pasado, un "motochorro" me robó la computadora que uso para trabajar.
No importa cómo fue, ni si escapó por la calle lateral o la avenida, (detalles que sólo fueron relevantes para el agente que tomó mi denuncia). Lo que importa es la sensación de impotencia que me dejó.
Alguien, de un momento a otro, me había privado de algo que me pertenecía y que era importante para mí.
Y no era la primera vez...

Las pérdidas fueron la bisagra de mi vida.
Hubo afectos que partieron involuntariamente al cielo y amores que, voluntariamente, se ausentaron sin aviso.
Todos ellos me ocultaron del sol por un buen rato. Me impusieron una sentencia inapelable que debí aceptar masticando preguntas que nunca obtuvieron respuesta.

Las pérdidas son la canilla que siempre gotea.
El fastidioso repiqueteo de esa gota que cae ininterrumpidamente sobre cualquier intento de recuperarme.
Un zarpazo a la voluntad. Un apagón sorpresivo que me recuerda mi incapacidad para encontrar con rapidez la salida.


Cada pérdida de mi vida fue una experiencia traumática.
Un abandono, intencional o no, que me sometía a la ardua tarea de rearmarme y que, a su vez, permanecía merodeando mi existencia como un fantasma. Cada nuevo encuentro encerraba la posibilidad de que ese fantasma acechara en cualquier momento. La felicidad, volátil y escurridiza, podía desaparecer en un descuido, en un sutil parpadeo.
No había, ni hay, garantías, y reconozco que me cuesta vivir sin ellas.

Las consecuencias están a la vista: una mujer atrincherada, llena de miedos.
Temor a que el amor no sea suficiente y que el delgado hilo que enlaza a dos personas se deshaga.
Miedo a la hemorragia de las despedidas.
Terror a que las ausencias se acuesten en mi cama.

A veces pienso que soy un cuerpo que aloja un alma llena de hendijas.
Pequeñas aberturas que fueron calando quienes se fueron de mi vida.
Fisuras por las que se escurren mis certezas. Hendiduras por las que lloro y, a su vez, respiro.
Ventanitas por las que asomo la cabeza al mundo, o suelto letras en forma de renglón.
Un alma llena de ojales y ojalás.