En tres oportunidades me fueron infiel o, al menos, esas fueron las veces que pude confirmar el engaño.
Basándome en mi propia historia, podría decir entonces que la infidelidad es circunstancial. Que la traición no es traición hasta que no se descubre.
La infidelidad se puede sospechar, pero las suposiciones no son suficiente argumento como para condenar al infiel si se carece de pruebas. El infiel goza del "beneficio de la duda", aunque parezca injusto (y lo sea).
En algunos casos, convivir con la duda puede ser un escenario amable, de negación asumida y falsa armonía. En otros, puede resultar un pequeño infierno lleno de conjeturas, pesquisas y Rivotril.
Descubrirse traicionado se percibe como un acto de vandalismo. Un quiebre absoluto, el momento que divide nuestra historia de pareja en un antes, pero sin después.
Una muchedumbre de preguntas agolpadas en la garganta, que jamás obtendrán la respuesta que nos gustaría oír.
La incertidumbre y la angustia, atadas a un rosario sin cuentas que no nos permite volver a creer en la santísima trinidad de la confianza, el respeto y el amor.
Y la encrucijada.
El dilema entre el perdón y el castigo.
El primero, con la tácita posibilidad de que resulte un acto egoísta, basado en la propia falta de capacidad para sobrellevar un distanciamiento digno y la posterior soledad; o el argumento que justifique con liviandad que una debilidad del cuerpo no es lo mismo que una traición desde el alma.
O la opción del castigo, arrastrándonos a la condena de un olvido forzado, cargando un manojo de dudas.
Ojos que no ven, corazón que no siente, parece ser una benévola posibilidad para evitar la estocada.
El ciego difícilmente se cuestione el azul del mar o cuán oscura sea la noche. Quien elija vivir en la ceguera, tampoco tendrá que atravesar por el largo camino de la decepción, los reproches y el recuento de los días perdidos en una relación sin futuro.
Descubrir una infidelidad es casi una pequeña muerte donde se estrellan los colores, desaparecen las esquinas y agoniza la presunta felicidad.
Es la pena envuelta sobre los hombros.
El barro en la suela del zapato.
La basura amontonada debajo de la alfombra.
El par de comillas encerrando al amor en una frase sin contexto, y la excusa impuesta que obligue a empezar otra vez.