Morir dos veces
Tres rayas de coca en la mesada de mármol y el vértigo latente en el baño de aquél bar.
Te dí mi vaso de whisky y me incliné a inhalar el polvo blanco, mientras me mirabas apoyado en el marco de la puerta. Recuerdo que me dijiste algo sobre romper la promesa pero no quise seguir escuchando. Las ansias de ese momento eran más fuertes que lo que te hubiera prometido tiempo atrás para intentar retenerte. Dejar que me intoxique ante tus ojos era una forma de hacerme entender que lo nuestro estaba terminado, sin necesidad de explicaciones ni reclamos. Ya está, pensaba mientras aspiraba con fascinación la segunda línea. En un solo movimiento bebí lo que quedaba en el vaso, y tuve que apoyarme en la pared, con las palmas sobre el frío de los azulejos. Me detuve para ver mi cara en el espejo, los ojos colorados como el vino, un latido colérico en mi párpado izquierdo. Así y todo absorbí la última hilera de cocaína.
Después, el negro de mis pupilas cubriéndolo todo y mi cuerpo cayendo a tus pies.
La tirantez de mi rostro, las piernas agarrotadas que no me dejaban levantar los tacos del piso, ni flexionar las rodillas para poder erguirme.
Quise hablarte, decirte que sentía mi cuerpo enajenado, como usurpado por la muerte, pero de mis labios morados no salía ningún sonido, como si las palabras que mi mente redactaba se hubieran quedado atrapadas entre la tráquea y la garganta. Traté de hacerte una señal, como si me estuviera ahogando y me llevara la corriente, pero mis brazos se habían dormido, rigidos a mi costado. Tus ojos cerca de los míos, tu mirada de desesperación y tus brazos sacudiéndome con firmeza. Tu pedido de que reaccione y mi grito sofocado bajo la lengua inmóvil. Los únicos alaridos eran los tuyos.
De pronto la rapidez de los pasos de aquella gente, un sirena aullando en medio de la noche, los pasillos tan blancos como las luces que me iluminaban.
Recuerdo el frio del metal a la altura del corazon, tu cara desorbitada junto a la frustración de los médicos. Mi desesperación queriendo huir de mi cuerpo quieto.
Lo vi todo, y no pude hacer nada.
Un aire gélido y espeso precedió a la humedad del encierro.
Mucho mas tarde nuevas voces, que pude oir a lo lejos, llegándome como entre sueños, a través de las paredes de madera.
Lentamente recuperé el control de mi cuerpo, aunque mi voz continuara callada en mis pulmones. Con mis uñas rasqué una y otra vez la superficie, con desesperación e impaciencia. El espacio era tan estrecho que no lograba ponerme de pie, y las patadas quedaban sólo en el intento, en un gesto torpe y sofocado.
La falta de oxigeno aumentaba mis palpitaciones, un tic tac frenético marcaba el tiempo que quedaba, vaticinando el final.
La locura ejercía el máximo poder sobre mi mente, y desplegaba todas mis fuerzas en un último movimiento, vano, estéril, antes de escuchar el sonido que marcara el desenlace.
La última palada de tierra cayendo sobre mi cuerpo encerrado.
Tres rayas de coca en la mesada de mármol y el vértigo latente en el baño de aquél bar.
Te dí mi vaso de whisky y me incliné a inhalar el polvo blanco, mientras me mirabas apoyado en el marco de la puerta. Recuerdo que me dijiste algo sobre romper la promesa pero no quise seguir escuchando. Las ansias de ese momento eran más fuertes que lo que te hubiera prometido tiempo atrás para intentar retenerte. Dejar que me intoxique ante tus ojos era una forma de hacerme entender que lo nuestro estaba terminado, sin necesidad de explicaciones ni reclamos. Ya está, pensaba mientras aspiraba con fascinación la segunda línea. En un solo movimiento bebí lo que quedaba en el vaso, y tuve que apoyarme en la pared, con las palmas sobre el frío de los azulejos. Me detuve para ver mi cara en el espejo, los ojos colorados como el vino, un latido colérico en mi párpado izquierdo. Así y todo absorbí la última hilera de cocaína.
Después, el negro de mis pupilas cubriéndolo todo y mi cuerpo cayendo a tus pies.
La tirantez de mi rostro, las piernas agarrotadas que no me dejaban levantar los tacos del piso, ni flexionar las rodillas para poder erguirme.
Quise hablarte, decirte que sentía mi cuerpo enajenado, como usurpado por la muerte, pero de mis labios morados no salía ningún sonido, como si las palabras que mi mente redactaba se hubieran quedado atrapadas entre la tráquea y la garganta. Traté de hacerte una señal, como si me estuviera ahogando y me llevara la corriente, pero mis brazos se habían dormido, rigidos a mi costado. Tus ojos cerca de los míos, tu mirada de desesperación y tus brazos sacudiéndome con firmeza. Tu pedido de que reaccione y mi grito sofocado bajo la lengua inmóvil. Los únicos alaridos eran los tuyos.
De pronto la rapidez de los pasos de aquella gente, un sirena aullando en medio de la noche, los pasillos tan blancos como las luces que me iluminaban.
Recuerdo el frio del metal a la altura del corazon, tu cara desorbitada junto a la frustración de los médicos. Mi desesperación queriendo huir de mi cuerpo quieto.
Lo vi todo, y no pude hacer nada.
Un aire gélido y espeso precedió a la humedad del encierro.
Mucho mas tarde nuevas voces, que pude oir a lo lejos, llegándome como entre sueños, a través de las paredes de madera.
Lentamente recuperé el control de mi cuerpo, aunque mi voz continuara callada en mis pulmones. Con mis uñas rasqué una y otra vez la superficie, con desesperación e impaciencia. El espacio era tan estrecho que no lograba ponerme de pie, y las patadas quedaban sólo en el intento, en un gesto torpe y sofocado.
La falta de oxigeno aumentaba mis palpitaciones, un tic tac frenético marcaba el tiempo que quedaba, vaticinando el final.
La locura ejercía el máximo poder sobre mi mente, y desplegaba todas mis fuerzas en un último movimiento, vano, estéril, antes de escuchar el sonido que marcara el desenlace.
La última palada de tierra cayendo sobre mi cuerpo encerrado.
0 Blondas y algunos rubios no se callaron:
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