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domingo, 10 de agosto de 2008

Relato breve 3


Cadena perpetua


Dos lágrimas inadmisibles, obstinadas, ridículas, se soltaron de su ojo derecho y merodearon el contorno de su rostro sin perturbar ninguno de sus sentidos. Comprendió entonces que tenía que decírselo esa misma noche.
“Tengo que hablarte”, se repetía mientras coloreaba la curvatura de sus pestañas con el diminuto cepillo, y ensayaba formas y palabras apropiadas para la separación, frente al espejo del ascensor.
En apariencia ese era un sábado como cualquier otro, pero para ella sería como un punto de quiebre en su historia, el día que se liberara de la monotonía, del aburrimiento crónico.
La decepción de descubrir que aquél que había conmovido el seno de sus emociones se convertía en un ser intolerante, pasivo ante la velocidad de la vida, rutinario y conformista, copaba sus pensamientos desde hacía casi seis meses.
El sexo era lo único que los mantenía unidos, como una telaraña invisible que pendía entre ambos, como un imán, como una cadena perpetua.
Ella era imperfecta, como todas, pero autoexigente, perfeccionista y segura, por lo que el hecho de que por uno u otro motivo postergara la decisión de dejarlo la hacían sentir presa de una conducta que desconocía. Blanco o negro, así era todo según su visión de mujer decidida y resuelta. Su relación de pareja era un gris, incómodo, fastidioso, una mochila pesada, una piedra en el zapato.
Él abrió la puerta de su departamento con una copa de vino en la mano, esbozando una débil y tímida sonrisa, como si presintiera el desenlace.
Los platos y cubiertos estaban deliberadamente ubicados junto a las velas encendidas que desplegaban formas ondulantes sobre la pared del comedor. La luz tenue, el jazz cubriendo el silencio entre ambos, el perfume a incienso, la ropa cuidadosamente elegida por él, las pastas con salsa de hongos, nada librado al azar. Un marco perfecto para una cena de amantes, para la fotografía de un amor de ensueño, para el final de una película de dos seres cautivados ante la presencia del otro, pero distaba de ser perfecto para los ojos de ella.
El silencio se interrumpió con la voz de él, que sonaba tan molesta a sus oídos como el murmullo en el cine, como el sonido de la aspiradora una mañana de domingo, como la gota intermitente que cae de una canilla mal cerrada. Nada de lo que aquel vozarrón pudiera decir hoy podría hacerla cambiar de rumbo en su determinación. Estaba convencida.
De la comida sólo quedaban los rastros de algunas migas de pan desparramadas sobre el mantel. Él llenó ambas copas con vino por tercera vez en la noche, y caminó hasta el centro del living. Desde ahí la llamó extendiendo su brazo, invitándola a bailar sobre la alfombra. Ella culpó al cigarrillo encendido, buscando una excusa para no sentir su piel. Él insistió tanto que terminó llevándola a su lado y bailaron, con sus cuerpos pegados, y los pies descalzos. Le murmuró algo al oído, pero sus palabras se confundieron con la saliva que recorría su cuello. Ella, inmunizada ante sus encantos, perdía su mirada en las luces de las casas vecinas que se veían por el espacio vacío que dejaba la cortina. De su boca salieron tímidamente tres palabras:” tenemos que hablar”, dijo y esperó la respuesta. Del otro lado, sólo la yema de los dedos recorriéndole la sinuosidad de la espalda. Ella repitió la frase con determinación y firmeza. Él cubrió su boca con un beso húmedo e intenso que absorbió junto a su aliento la decisión más consistente que ella hubiera tenido en ese momento. Se besaron con una mezcla de vehemencia y melancolía, con los brazos apretando las frustraciones del otro, con los ojos cerrados para no ver.
Ella se sintió despojada en lo más hondo, saqueada en su orgullo, imprudente, privada de la razón, cuando las manos de él encontraron el cierre de su vestido. Sin oponerse, callando el secreto, se dejó desvestir.

0 Blondas y algunos rubios no se callaron: